Avaricia, orgullo y envidia. Un sentimiento lleva al otro
Estos tres defectos o imperfecciones del ser humano están mucho más relacionados entre sí de lo que pensaríamos en un principio. Veamos cómo es esto.
La avaricia (del latín, avaritia), es el afán o deseo desordenado de poseer riquezas, bienes, posesiones u objetos de valor abstracto con la intención de atesorarlos para uno mismo, mucho más allá de las cantidades requeridas para la supervivencia básica y la comodidad personal. Se le aplica el término a un deseo excesivo por la búsqueda de riquezas, estatus y poder. La codicia, por su parte, es el afán excesivo de riquezas, sin necesidad de querer atesorarlas.
Erich Fromm (destacado psicoanalista, psicólogo social y filósofo humanista) describe la avaricia como "un pozo sin fondo que agota a la persona en un esfuerzo interminable de satisfacer la necesidad sin alcanzar nunca la satisfacción."
Aunque por lo general el concepto de avaricia se utiliza para identificar o criticar a aquellos que buscan la riqueza material excesiva, también es aplicable en situaciones donde la persona siente la necesidad de sentirse por encima de los demás desde un punto de vista moral, social, o de cualquier otra manera.
Entre los sinónimos de avaricia encontramos términos bastante coloquiales como ambición, ansia, miseria, egoísmo, tacañería, etc.
Podríamos no sentirnos identificados con este defecto ya que pensaremos que no atesoramos riquezas, pero preguntémonos ¿Me cuesta trabajo desprenderme de algo por pequeño que sea? ¿Soy “tacaño” a la hora de invitar a mis amigos, pagar en un restaurante, de rascarme el bolsillo ante una propina, o cualquier situación similar? ¿Busco sentirme o estar por encima de los demás deseando el poder?, ¿Necesito que todo aquello que hago sea reconocido por quienes me rodean? Ser tacaño es un sinónimo de avaricia y necesitar sentirnos por encima de los demás también, de ahí lo bueno de analizarse cada cual individualmente de forma constante puesto que puede ser parte de nosotros sin que creamos que esto suceda.
La Revista Espírita de 1858 nos hace una muy buena descripción del hombre avaro: “¡Escúchame, avaro! ¿Conoces la felicidad? Sí, ¿no es cierto? Tus ojos brillan con un oscuro destello en las órbitas que la avaricia ha cavado más profundamente; tus labios se aprietan; tu nariz tiembla y tus oídos se aguzan. Sí, escucho, es el ruido del oro que tu mano acaricia al echarlo en tu escondrijo. Tú dices: Es la voluptuosidad suprema. ¡Silencio! Alguien viene. Cierra de prisa. ¡Oh, qué pálido estás! Tu cuerpo se estremece. Tranquilízate; los pasos se alejan. Abre; observa nuevamente tu oro. Abre; no tiembles; te encuentras completamente solo. ¡Escucha! No, no es nada; es el viento que silba al pasar por el umbral. ¡Observa cuánto oro! Húndete a manos llenas: haz que suene el metal; estás feliz.
¡Feliz, tú! Pero en la noche no tienes reposo y tu sueño es atormentado por fantasmas.
¡Tienes frío! Acércate a la chimenea; caliéntate en ese fuego que crepita tan agradablemente. La nieve cae; el viajero friolento se cubre con su capa y el pobre tirita bajo sus harapos. La llama del hogar se va extinguiendo; echa más leña. Pero no, ¡detente! Es tu oro que consumes con esa leña; es tu oro que quemas.
¡Tienes hambre! Ten, toma; sáciate; todo esto es tuyo, lo has pagado con tu oro. ¡Con tu oro! Esta abundancia te indigna; ¿lo superfluo es necesario para mantener tu vida? No, este pequeño pedazo de pan bastará; hasta es demasiado. Tus ropas caen en jirones; tu casa se agrieta y amenaza ruina; sufres frío y hambre; pero ¡qué te importa! Tienes oro.
¡Desdichado! La muerte te separará de ese oro. Lo dejarás al borde de la tumba, como el polvo que el viajero sacude en el umbral de la puerta, donde su amada familia lo espera para celebrar su regreso.
Tu sangre empobrecida –envejecida por tu miseria voluntaria– se ha helado en tus venas. Herederos ávidos acaban de tirar tu cuerpo en un rincón del cementerio; hete aquí cara a cara con la eternidad. ¡Miserable! ¿Qué has hecho de ese oro que te ha sido confiado para aliviar al pobre? ¿Escuchas estas blasfemias? ¿Ves esas lágrimas? ¿Ves aquella sangre? Aquellas blasfemias son las del sufrimiento que habrías podido calmar; esas lágrimas, tú las has hecho correr; esta sangre, tú la has derramado. Tienes horror de ti; querrías huir, pero no puedes. ¡Sufres como un condenado! Y te retuerces en tu sufrimiento. ¡Sufre! Nada de piedad para ti. No has tenido un buen corazón para con tus hermanos desdichados; ¿quién lo tendrá ahora para ti? ¡Sufre!
Por otro lado, el evangelio según el Espiritismo nos dice también: “Había un hombre cuyas tierras habían producido en abundancia, y pensaba entre sí de este modo: ‘¿Qué haré, pues ya no tengo lugar donde guardar todo lo que he cosechado?’ Y dijo: ‘Esto es lo que haré: Demoleré mis graneros y construiré otros más grandes, donde pondré toda mi cosecha y todos mis bienes. Y le diré a mi alma: Alma mía, tienes muchos bienes en reserva para largos años; descansa, come, bebe, goza’. Pero Dios, al mismo tiempo, dijo a ese hombre: ‘¡Qué insensato eres! Esta misma noche reclamarán tu alma; ¿para quién será lo que acumulaste?’” Eso le sucede al que acumula tesoros para sí mismo, y no es rico para con Dios”.
La avaricia, aunque satisfaga nuestro deseo actual no nos produce felicidad, ni ahora y por supuesto mucho menos en el futuro cuando regresemos al mundo espiritual. Ete sentimiento nos apega a todas esas riquezas que hemos ido acumulando, ya sean materiales, como de estatus social o poder sobre los demás. Ocasionando dolor y sufrimiento tal y como describe la Revista Espírita incluso durante nuestra existencia carnal.
El apegarnos a los bienes materiales es un gran impedimento para nuestro adelanto moral y espiritual, ya que con este afán destruimos en nosotros mismos y sin ayuda de nadie la cualidad de amar.
A esto hay que añadirle tal y como el Evangelio nos dice también, que lamentablemente en el hombre rico siempre existe un sentimiento tan intenso como el apego a estas riquezas, y es el orgullo.
El orgullo, es la característica de alguien que tiene un concepto exagerado de sí mismo pudiéndolo llevar a la soberbia, un sentimiento de valoración de uno mismo por encima de los demás. Una persona orgullosa muestra soberbia, altivez, vanidad, arrogancia, e incluso puede manifestar un desprecio hacia otras personas. Entre los sinónimos encontramos arrogancia, soberbia, vanidad etc.
En La Revista Espírita de 1858 podemos leer:
“Un soberbio poseía algunos acres de buena tierra; estaba envanecido con las pesadas espigas que cubrían su campo, y sólo tenía una mirada de desdén para con el campo estéril del humilde. Éste se levantaba con el canto del gallo y pasaba todo el día curvado sobre el suelo ingrato; recogía pacientemente las piedras y las arrojaba al borde del camino; removía profundamente la tierra y extirpaba penosamente las zarzas que la cubrían. Ahora bien, su sudor fecundó el campo, que se convirtió en un puro trigal.
Entretanto, la cizaña crecía en el campo del soberbio y sofocaba al trigo, mientras que el dueño se vanagloriaba de su fecundidad y miraba con ojos de piedad los esfuerzos silenciosos del humilde.
En verdad os digo que el orgullo es semejante a la cizaña que sofoca al buen grano. Aquel de vosotros que se crea más que su hermano y que se vanaglorie de sí mismo es insensato, pero es sabio el que trabaja en sí mismo como el humilde en su campo, sin envanecerse de su obra”.
El Evangelio según el Espiritismo también nos dice que el orgullo pone en el hombre una venda sobre los ojos y le tapa los oídos. Siendo este la negación de la caridad. Y que todo aquello que excita el sentimiento de personalidad destruye, o al menos debilita, los elementos de la verdadera caridad, que son la benevolencia, la abnegación y la devoción.
En el cap. XVII del mismo leemos: “Apartad de vuestros corazones la idea del orgullo, de la vanidad y del amor propio, que ineludiblemente quitan el encanto de las más hermosas cualidades. No imitéis a ese hombre que se presenta como modelo, y hace alarde de sus propias cualidades a los oídos complacientes. La virtud que se ostenta esconde a menudo una infinidad de pequeñas torpezas y de detestables cobardías”.
¿Buscamos el reconocimiento en aquello que hacemos? ¿Sentimos que somos más capaces que cualquiera y por eso somos más merecedores de puestos, o posición ante los demás? Estas preguntas y otras similares pueden ayudarnos en nuestro análisis personal, porque si no vemos en lo que fallamos ¿Cómo vamos a cambiarlo?
Este orgullo que nos lleva a sentirnos superiores a otros puede también producir en nosotros la envidia de lo que no tenemos y poseen los demás. Si comprendiéramos realmente los sutiles que pueden ser estos sentimientos lo entenderíamos mucho mejor y nos resultaría más fácil localizarlos en nosotros mismos.
La envidia es un sentimiento o estado mental en el cual existe dolor o desdicha por no poseer uno mismo lo que tiene el otro, sea en bienes, cualidades superiores u otra clase de cosas tangibles e intangibles. La RAE la ha definido como tristeza o pesar del bien ajeno, o como deseo de algo que no se posee.
En el ámbito del psicoanálisis la envidia es definida como un sentimiento experimentado por aquel que desea intensamente algo poseído por otro. La envidia daña la capacidad de gozar y de apreciar lo que posee uno mismo. Es el factor más importante del socavamiento de los sentimientos de amor, ternura o gratitud. Es un sentimiento enojoso contra otra persona que posee o goza de algo deseado por el individuo envidioso, quien tiene el impulso de quitárselo o dañarlo.
Bertrand Russell (filósofo, matemático, lógico y escritor británico) sostenía que la envidia es una de las más potentes causas de infelicidad. Siendo universal, es el más desafortunado aspecto de la naturaleza humana, porque aquel que envidia no sólo sucumbe a la infelicidad que le produce su envidia, sino que además alimenta el deseo de producir el mal a otros.
La envidia por lo tanto es la madre del resentimiento, un sentimiento que no busca que a uno le vaya mejor, sino que al otro le vaya peor, es un sentimiento que nunca produce nada positivo en el que lo padece sino una insalvable amargura. Esta puede tener muchos orígenes, pero lo más destacado de este sentimiento negativo hacia los demás es la misma persona y su forma de ver las cosas en su vida. Generalmente esta emoción surge debido a que se padecen frustraciones personales, baja autoestima o la dificultad de poder conseguir objetivos que se han planteado en la vida. Normalmente la persona envidiosa intenta ocultar este sentimiento, resultando muy raro que asuma este defecto, ya que supone la aceptación de una carencia.
A lo largo de la historia la envidia ha estado muy presente en las diversas culturas. Buena muestra de ello es la cultura griega y también la romana que apostaron incluso por hacerla muy presente en sus diversas obras artísticas. Así, la han llegado a representar como una anguila o bien como la cabeza de una mujer mayor llena de serpientes.
Es interesante resaltar que además los griegos utilizaban la expresión “mal ojo” para poder definirla. Tan poderosa la consideraban que intentaban proteger a sus hijos de aquella y lo hacían aplicándoles en la frente el lodo que encontraban en el fondo de los baños.
El problema de la envidia es que la persona que la tiente se siente algo resentido con la persona que ha conseguido lo que ella no ha podido conseguir hasta el momento o por lo que no se ha esforzado lo suficiente. Es entonces cuando existe cierto odio y se le desea que todo le vaya mal.
De nuevo la "Revista Espírita" nos habla de ella de forma muy clara e instructiva: “Ved a este hombre: su Espíritu está inquieto, su desdicha terrestre ha llegado al colmo; envidia el oro, el lujo, la felicidad aparente o ficticia de sus semejantes; su corazón está devastado, su alma sordamente consumida por esta lucha incesante del orgullo, de la vanidad no satisfecha; lleva consigo, en todos los instantes de su miserable existencia, una serpiente que lo aviva, que sin cesar le sugiere los más fatales pensamientos: «¿Tendré esta voluptuosidad, esta felicidad? Por tanto, esto me es debido al igual que aquéllos; soy un hombre como ellos; ¿por qué sería yo desheredado?» Y se debate en su impotencia, presa del horrible suplicio de la envidia. Feliz aún si estas ideas funestas no lo llevan al borde de un abismo. Al entrar en este camino, se pregunta si no debe obtener por la violencia lo que cree que se le es debido; si no irá a mostrar a los ojos de todos el horroroso mal que lo devora. Si ese desdichado hubiera sólo observado por debajo de su posición, habría visto el número de los que sufren sin quejarse y que incluso bendicen al Creador; porque la desdicha es un beneficio del cual Dios se sirve para hacer avanzar a la pobre criatura hacia su trono eterno.
Haced vuestra felicidad y vuestro verdadero tesoro en la Tierra de las obras de caridad y de sumisión: las únicas que os permite ser admitidos en el seno de Dios. Estas obras del bien harán vuestra alegría y vuestra dicha eternas; la envidia es una de las más feas y de las más tristes miserias de vuestro globo; la caridad y la constante emisión de la fe harán desaparecer todos esos males, que se irán uno a uno a medida que los hombres de buena voluntad –que vendrán después de vosotros– se multipliquen. Así sea.”.
Seguro que muchos no se sentirán identificados con la envidia al prójimo, y dirán que no tienen envidia de nada ni de nadie, pero sería muy bueno que mirásemos en nuestro interior y viéramos si nunca hemos criticado a alguien por conseguir ese ascenso, llevarse muy bien con cierta persona, lograr aquello que se propone, y un largo etc. de cosas pequeñas que en nuestro día a día y de forma sutil aparecen. Recordemos que la crítica suele estar movida por un sentimiento negativo, en ocasiones de desprecio hacia aquella persona a la que va dirigida y sería muy útil analizar qué mueve esa crítica en nosotros. Posiblemente no manifestemos envidia de forma muy visible, pero ¿Y en las cosas pequeñas, podemos decir lo mismo?
El Evangelio cap. V ítem 23 dentro del apartado que nos habla de los tormentos voluntarios nos indica: "Para el envidioso, al igual que para el que sufre de celos, no existe el sosiego: ambos padecen un perpetuo estado febril. Lo que ellos no tienen, y que otros poseen, les produce insomnio. La prosperidad de sus rivales les causa vértigo. Sólo los estimula el deseo de eclipsar a sus vecinos. Todo su placer consiste en excitar, en los insensatos como ellos, la rabia y los celos que los devoran. ¡Pobres insensatos! No piensan, en efecto, que tal vez mañana tendrán que dejar todas esas futilidades, cuya codicia les envenena la vida".
Cuando somos avariciosos codiciando lo que los otros tienen y no hemos logrado, cuando sentimos que nosotros nos merecemos las cosas más que nuestro prójimo, estamos manifestando los tres sentimientos hasta aquí descritos, la avaricia, el orgullo y la envidia y con ello incrementamos de forma voluntaria los tormentos que hemos de vivir en esta existencia, agravándolos e incluso imponiéndonos tormentos que no eran necesarios. Es por todo lo expuesto que podemos asegurar que estos tres defectos están muy unidos, si somos orgullosos nos sentimos muy por encima de los demás y por lógica sentimos que nos merecemos más que otros lo que ellos tienen y así aparece la envidia, codiciando o sintiendo que tenemos que atesorar aquello que nos haga superiores a nuestro prójimo. De manera que uno lleva al otro sin darnos apenas cuenta.
Por eso, si queremos evolucionar y ser parte de mundos regeneradores, trabajemos para que no exista el orgullo que hace callar al corazón, la envidia que lo tortura y la avaricia que lo ahoga.
Veamos lo opuesto a cada uno de ellos: De la avaricia encontramos el desprendimiento, generosidad, altruismo. Del orgullo la humildad y de la envidia la caridad, nobleza, conformidad. Son estas cualidades que tenemos que aprender a desarrollar y con esfuerzo saldremos victoriosos de la lucha diaria contra las lacras que la humanidad padece a día de hoy.
Escuchemos las sabias palabras del Evangelio en los capítulos XI, VII: “El egoísmo es la llaga de la humanidad, debe desaparecer de la Tierra, porque impide el progreso moral. …Ponga cada uno el mayor empeño para combatirlo en sí mismo, pues ese monstruo devorador de la inteligencia, ese hijo del orgullo, es la fuente de todas las miserias de la Tierra. El orgullo es la negación de la caridad, y, en consecuencia, el más grande obstáculo para la felicidad de los hombres”.
“Sed generosos y caritativos sin ostentación, es decir, haced el bien con humildad. Que cada uno derribe poco a poco los altares que habéis erigido al orgullo. En una palabra, sed verdaderos cristianos, y alcanzareis el reino de la verdad”.
Si nuestro esfuerzo se centra en la generosidad, hacer el bien a los demás, haciendo esto con humildad, si vemos a nuestro prójimo como igual y por ello nos alegramos por los logros que consiguen en su vida, podemos estar seguros que estamos en el buen camino. Y llevaremos a cabo las palabras que podemos leer en "El Libro de los Espíritus" en la pegunta 893: “Todas las virtudes tienen su mérito, porque todas son signos de progreso en el camino del bien. Hay virtud cada vez que existe una resistencia voluntaria a las inclinaciones de las malas tendencias. Con todo, lo sublime de la virtud consiste en el sacrificio del interés personal por el bien del prójimo, sin segundas intenciones. La virtud más meritoria es la que se basa en la más desinteresada caridad.”
Practiquemos la caridad, seamos generosos, siempre con humildad, mirando a nuestro prójimo como un igual, no buscando el reconocimiento, conformándonos con lo que en esta existencia tenemos. Consideremos el conjunto de las existencias, no sólo la vida presente y así veremos que todo se equilibra con justicia. Analicemos nuestro comportamiento y nuestras reacciones en la vida diaria en todo momento, intentando siempre conocernos a nosotros mismos para así poder trabajar en nuestro mejoramiento y elevación moral. Que nuestro lema sea siempre: “FUERA DE LA CARIDAD NO HAY SALVACIÓN”.
Conchi Rojo
Centro Espírita "Entre el Cielo y la Tierra"
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