miércoles, 29 de junio de 2016

Saber perdonar


Saber perdonar

Es muy fácil ver los defectos de los demás, antes de advertir los que tenemos nosotros mismos. Como dijo Jesús  “el que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella”, esta máxima hace de la indulgencia un deber, porque no hay persona que no la necesite para sí misma. Nos enseña que no debemos juzgar a los demás con mayor severidad que la que nos aplicamos al juzgarnos a nosotros mismos, ni condena en el prójimo lo que en nosotros disculpamos. Antes de reprochar una falta a alguien, veamos si la misma censura no se nos puede hacer a nosotros. Nos habla Jesús de la indulgencia, ¿sabemos por qué? es una de las formas de perdonar. La indulgencia que no ve en manera alguna los defectos de los demás, y si los ve, se guarda bien de hablar de ellos, de difundirlos, antes por el contrario, los esconde a fin de que solo él los conozca.

Nos dice el Evangelio: "Cuando criticáis, ¿qué consecuencias se deben extraer de vuestras palabras?, ¿acaso vosotros, que censuráis, no habéis hecho también lo mismo que estáis ahora reprobando, o valéis mas que el culpable?, ¿cuándo os dedicareis a juzgar vuestros propios corazones, pensamientos y actos, sin ocuparos de lo que vuestros hermanos hacen?, ¿cuándo aplicareis a vosotros mismos vuestra severidad? Sed, pues, severos con vosotros mismos e indulgentes para con los demás y el Señor usará de indulgencia hacia vosotros, como la habéis tenido vosotros con respecto a vuestros semejantes."

No olvidemos jamás pedirle a Dios, por medio del pensamiento y, sobre todo, de los actos, “Perdóna nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”. Tenemos que comprender lo valiosas que son estas sublimes  palabras. Su letra no es lo único admirable, sino además el compromiso que implican, ¿qué pedimos al señor al solicitarle que nos perdone?, ¿solo el olvido de nuestras ofensas? Olvido que nada nos reporta, porque si Dios se contentara con olvidar nuestras culpas, no nos castigaría pero tampoco nos premiaría. La recompensa no puede ser el precio del bien que no se ha obrado y menos todavía del mal que se ha cometido, aun cuando este último se olvide.
Al pedirle perdón por nuestras transgresiones, le solicitamos que nos conceda su gracia a fin de que no volvamos a incurrir en aquellas y la fuerza precisa para ingresar en un camino nuevo, senda de sumisión y amor en la cual podremos agregar la reparación al arrepentimiento. Reemplacemos la ira que mancha, por el amor que purifica. Practiquemos con el ejemplo esa caridad activa e infatigable que nos enseñó Jesús. Prediquémosla tal cual  Él lo hizo durante todo el tiempo en que vivió en la Tierra.

Dice un antiguo adagio y es una gran verdad: "lo que mucho vale, mucho cuesta". Por eso nos cuesta tanto olvidar las ofensas y amar a los   que nos hieren; y el caso es que no tenemos otro camino que recorrer más que el del olvido y el del perdón, si queremos asegurar nuestra dicha venidera.
Los que conocemos el espiritismo, debemos huir de ese peligro, el más terrible de todos, el odiar a nuestro padre, a nuestros hijos, hermanos etc. Hay muchas maneras de hacer daño consciente e inconscientemente, debemos estar vigilantes, ya que hay palabras que, depende como las digamos, son como un puñal, hay miradas que, como se suele decir, matan. Tenemos que intentar no tener ningún enemigo. Es bueno aconsejar el olvido de las ofensas, pero si el que aconseja, recuerda de continuo las que ha recibido y no es capaz de erradicárselas, solo es capaz de taparlas, se engaña a sí mismo. El recuerdo de las ofensas es la semilla del odio, y hay que arrancar de raíz tan maléfica semilla.

Muchas personas dicen de su adversario: “lo perdono”, mientras que en su fuero  interno sienten un secreto placer por el mal que les aqueja, pensando que él tiene lo que se merece. ¿Cuántos hay que dicen, "perdono pero no olvido?" y tenemos que preguntarnos, ¿es ese el perdón que nos dice el Evangelio? No, el auténtico perdón, el perdón cristiano, es aquel que arroja un velo sobre el pasado. El único que se nos tendrá en cuenta, porque Dios no se conforma con las apariencias, sino que sondea las profundidades de los corazones y los más secretos pensamientos, no se le engaña con palabras y vanos simulacros. El total y absoluto olvido de las ofensas es propio de las grandes almas. El rencor, en cambio, constituye siempre  un signo de bajeza y de inferioridad. No olvidemos que el verdadero perdón se reconoce con los actos mucho más que con las palabras.

En un pasaje del Evangelio, Jesús responde a Pedro; perdonarás, pero sin límites. Perdonarás cada ofensa cuantas veces te fuere inferida. Enseñarás a tus hermanos ese olvido de sí que torna invulnerable contra la agresión los malos procederes y las injurias. Serás dulce y humilde de corazón, no escatimando jamás tu mansedumbre. Harás a los otros, lo que deseas que deseas que el padre celestial haga por ti, ¿acaso no te está perdonando él, con frecuencia, sin contar el número de veces en que su perdón desciende para borrar tus culpas? Escuchemos, pues esa propuesta de Jesús y apliquémosla a nosotros mismos. Perdonemos, seamos indulgentes, caritativos, generosos, incluso pródigos de nuestro amor. Demos, porque el Señor nos devolverá, perdonemos, porque el señor nos perdonará, rebajémonos, porque el señor nos enaltecerá, humillémonos, porque el Señor hara que nos sentemos a su diestra.

Sabido es que la muerte no nos libera de nuestros enemigos. Los espíritus vengativos prosiguen muchas veces con su odio, más allá de la tumba, a aquellos a quienes siguen profesando rencor. De ahí que el proverbio conforme el cual “muerto el perro, se acabó la rabia”, sea falso cuando se aplica al hombre. El espíritu perverso espera  que aquel al que tiene ojeriza, esté encarnado en un cuerpo material, y por lo tanto, menos libre, para atormentarlo con más facilidad, atacándolo en sus intereses o en sus defectos, de ahí la mayoría de casos de obsesión y los más graves como son los de subyugación y posesión. El obsedido y el poseso son, pues, casi siempre víctimas de una venganza anterior, a la que posiblemente han dado lugar por su conducta. Dios permite que tal cosa suceda para castigarnos por el mal que han cometido o, si no lo cometieron, por no haber tenido indulgencia y caridad y no haber perdonado. En consecuencia, importa, desde el punto de vista de nuestra tranquilidad futura, que reparemos lo antes posible las injusticias que hayamos hecho al prójimo, perdonando a nuestros enemigos, antes  de la muerte. Así de un enemigo encarnizado en este mundo podemos hacer un amigo en el otro, o al menos ponemos de nuestro lado el derecho, y Dios no deja a merced de la venganza ha quien ha perdonado. Cuando recomienda Jesús ponerse pronto de acuerdo con el adversario, no es solo con miras a apaciguar las discordias durante la actual existencia, sino para evitar que las mismas se sigan perpetuando en las vidas futuras.

El espiritismo nos dice que los enemigos de una vida suelen encarnar juntos repetidas veces, formando familias para comenzar juntos el trabajo más difícil de realizar, el que se unan por medio del amor la víctima y el verdugo. Las familias formadas por enemigos  irreconciliables, abundan tanto en la Tierra que no hay números  suficientes  para formar la suma de ellas, los odios de los unos chocan con la indignación de los otros. Los lazos del espíritu son los que unen a los seres, estos sí que nunca se rompen, los de la carne se deshacen fácilmente. Lo más difícil para un espíritu es olvidar las ofensas que recibe y con su olvido perdonarlas. Por eso todas las comunicaciones de los buenos espíritus, y todas las obras espíritas que sirven de fundamento al espiritismo se ocupan del adelanto y del progreso de las personas, todos los escritores de aquí y de allá, dicen lo mismo. Sin el perdón de las ofensas no se puede escalar los cielos, hay que comprender a nuestros enemigos y hay que hacer más aun, hay que amarlos.

Muchos dirán ¡Esto es imposible! ¡imposible del todo!  Y los buenos espíritus nos dicen ¿a qué pensáis que vino Cristo? a enseñarnos el camino que debíamos seguir, a servirnos de ejemplo, su misión no fue otra que demostrarnos con hechos  la virtualidad de sus palabras. Porque si las palabras no van acompañadas de las obras, de nada sirven, son como la lluvia que cae fuera de tiempo, que no beneficia a los campos.

Dios sabe lo que hay en el fondo de nuestros corazones. Sintámonos dichosos al ir a dormir todas las noches diciéndonos “no tengo nada contra mis semejantes”. Repasemos lo que hemos hecho en el día y estemos vigilantes al día siguiente en no repetir las imperfecciones que tenemos, si creamos el hábito, llegará un momento en que nos sorprenderemos de que todo fluya, como tiene que ser.
Alguien dijo: Perdona todo y a todos sin cesar, porque los ofensores cualesquiera que sea su condición, son portadores del remordimiento como una espina de fuego clavada en su propio ser. Cada ser humano necesita del perdón, como precisa del aire, pues el amor es el sustento de la vida. No permitas, entonces, que el perdón sea nada más que un sonido musical en los movimientos de la lengua. Reflexiona acerca de cuantas veces has cometido equivocaciones también tú, que reclamas comprensión y tolerancia, y olvida las ofensas para comenzar otra vez el servicio junto a tus hermanos. Recuerda por encima de todo que cuando se perdona la bendición de Dios consigue descender hasta los debates del alma y solamente mediante el perdón, el alma consigue elevarse hacia la bendición de Dios.

Nunca subestimes el poder de tus acciones. Con un pequeño gesto, puedes cambiar la vida de otra persona, para bien o para mal, Dios nos pone a cada uno frente a la vida de otros para impactarlos de alguna manera.

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