Hace quince años justamente, en Diciembre de 1876, publicábamos en “El Criterio Espiritista” un artículo titulado “Los espiritistas falsos”, tratando el asunto que ahora nos ocupa y designando con el calificativo de falsos a los que llamamos espiriteros, gráfica palabra que no hemos inventado pero si generalizado, porque define bien a los que consideramos como el mayor obstáculo para la propagación de nuestras doctrinas y por lo tanto como el mayor enemigo del Espiritismo, siendo la antítesis del verdadero espiritista que, como decía Allan Kardec y no nos cansaremos de repetirlo, se reconoce por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones.
Son de oportunidad y encajan aquí perfectamente las consideraciones que en aquella fecha hacíamos y que vamos a reproducir.
Distinguimos en nuestra gran comunión tres grupos: los verdaderos espiritistas, únicos que este calificativo pueden apropiarse, que son aquellos que han estudiado, conocen y practican las enseñanzas de los Espíritus, recopiladas en los libros fundamentales de la doctrina; los indiferentes o egoístas, representados en quienes teniendo aquel conocimiento y atentos parcialmente a aquella práctica, limitan su esfera de acción espiritista, digámoslo así, a lo que al propio individuo se refiere, ora porque habiendo hallado su idea se creen dispensados de hacer partícipes a los demás, ora porque su actividad docente se enerve ante contrariedades, dificultades o peligros; por último, los espiritistas fanáticos, que aun considerándose como iniciados en la sublime y consoladora doctrina, no la han comprendido y tal vez sólo consiguieron salir de una superstición para incurrir en otra.
A estos últimos grupos, que comprendemos generalmente con el nombre de “espiritistas falsos” es a quienes nos dirigimos, por considerarlos, según hemos dicho, como el primer obstáculo para la extensión del Espiritismo. Y al dirigirnos a ellos, no se crea que pretendemos lanzar desde el Vaticano de nuestra creencia el rayo de la excomunión y el anatema pontificio. Nuestra doctrina no reconoce inmutables dogmas, ni permite pontificados infalibles. Habla a la razón en nombre de la razón y sólo por la razón estima que puede sostenerse. En este sentido pues, y con este alcance únicamente, es como habrán de tomarse las ligeras apreciaciones que nos permitimos sobre tan trascendental asunto, en el que debemos insistir uno y otro día, porque así lo reclaman el buen nombre de la doctrina y el éxito de la propaganda y sobre todo el nuevo período en que ha entrado el Espiritismo.
La primera fase que éste presentó fue la de la curiosidad o investigación superficial, caracterizada en las llamadas “mesas giratorias”; fue su segunda fase la filosófica, representada por la publicación de las obras fundamentales de Allan Kardec (hoy vertidas a las principales lenguas modernas), la aparición de la prensa espiritista y la constitución de centros organizados para el estudio y la propaganda; finalmente, el Espiritismo entró y se halla hoy, en el período o fase religiosa, comenzando a diseñarse en el horizonte la fase puramente científica o estudio aislado de la fenomenología espiritista. Este estudio, que ha partido de fuera de nuestra comunión (Cox, Crookes, Wallaces, Varley, Dr. Puel, etc.) (1), auxiliará poderosamente como elemento de comprobación a la marcha de la doctrina en su período religioso.
Este no supone, sin negar la esencia de nuestra doctrina, la tendencia a levantar nueva Iglesia con nuevos dogmas y nuevo culto; significa, por el contrario, la necesidad de considerarlos a todos iguales, reconociendo su respectiva influencia histórica, para levantar sobre sus actuales ruinas el ideal religioso, basado en un superior concepto de la vida, el concepto que al campo filosófico ha traído el Espiritismo.
De poco sirve conocerle si se vive como si no se conociera. Es preciso no sólo que sus principios los tengamos siempre en los labios, sino y esto es lo esencial, que determinen nuestra conducta, evitando el divorcio entre la creencia y la vida, que censuramos en las religiones positivas. El Espiritismo, además de doctrina, filosofía y ciencia, es regla universal de vida.
Determinadas claramente las relaciones del hombre para con Dios, para consigo mismo, para con los demás y para con la Naturaleza, importa pues acomodar las acciones a la regla prescrita, que aceptamos, no porque la enseñen los Espíritus, sino porque la razón la sanciona en nuestra conciencia. Creer lo que no repugne la inteligencia, esto es, pensar antes de creer; esperar con seguridad el justo merecido a nuestras acciones, en el transcurso de las vidas que constituyen la infinita vida del espíritu; amar al Supremo Hacedor en todas sus obras, como única e indispensable condición para el merecimiento, es decir, caminar hacia la perfección, tal es nuestra síntesis religiosa.
Siendo así y dado que todas nuestras facultades se resumen en la actividad, como toda vida se resume en el movimiento, de ahí que el único camino de perfección se halle en las obras, que pueden ser de pensamiento, de palabra, de acción y de intención y que en ellas cifremos toda nuestra religiosidad.
Dados estos conceptos fundamentales, fácil es señalar quienes no son verdaderos espiritistas. No lo es aquel que, abjurando de su razón, cree en todo sin más que porque para él se presenta con los caracteres de la comunicación espiritual, que así puede simularse por falsos médiums, como ser inspirada por Espíritus menos adelantados que nosotros, no lo es el que espera progresar en virtud sólo de su creencia y sin santificarse por las buenas obras; no lo es quien, atento únicamente a su propio mejoramiento, niega, activa o pasivamente, su concurso al perfeccionamiento de los demás; no lo es el que, por atender a la vida presente, descuida pensar en la vida futura o viceversa; no lo es, en fin, el que olvida llevar a todos los actos de la vida las prescripciones de nuestra regeneradora doctrina, que nos manda crear abriendo los ojos de la razón, esperar sin impaciencias y amar a Dios en todo lo que es y existe.
Véase pues, como la fuerza, no del anatema, sino de la lógica, nos lleva a considerar fuera de la comunión espiritista, porque ipso facto la han abandonado, a todos aquellos que hemos calificado de espiritistas falsos o espiriteros, no, a la verdad, el mayor número entre los cuarenta millones que nos contamos en el planeta, pero sí bastantes para que los conceptuemos como el mayor enemigo del Espiritismo.
Vizconde de Torres-Solanot
Revista de Estudios Psicológicos
Noviembre de 1891