"Se reconoce el verdadero espiritista por*su transformación moral y por los esfuerzos*que hace para dominar sus malas inclinaciones."
Allan Kardec, el primer recopilador y gran propagandista del Espiritismo, la encarnación del sentido práctico, como le ha llamado el ilustre Flammarión; Allan Kardec, el que dio a conocer al mundo las enseñanzas de los Espíritus y a quien la generaciones venideras le serán deudoras del más importante paso de la humanidad en el camino del progreso; Allan Kardec, maestro a quien veneramos con el profundo cariño que el más respetuoso hijo pueda tributar a un padre y a quien la posteridad venerará también cuando apreciarse sepa la trascendencia de la sublime y consoladora doctrina, definió bien al verdadero espiritista, que se reconoce por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones.
Al tratar de tal materia en esta serie de artículos, deber nuestro, imperiosa necesidad es invocar ante todo el nombre del que nos enseñó en sus libros y sigue enseñándonos con sus comunicaciones desde el mundo de los Espíritus, a seguir sus nobles tradiciones en el trabajo (que voluntariamente nos hemos impuesto dentro del modesto límite de nuestro alcance) de contribuir al desarrollo y propaganda de las hermosas y consoladoras doctrinas espíritas.
Y esta invocación reviste aquí un doble carácter; es un tributo de agradecimiento y es una deuda hacia el que a porfía se vio combatido por propios y extraños, unas veces tachándole de atrevido hasta la osadía y otras de iluso por sostener doctrinas que jamás había de sancionar la razón. Porque también nosotros, afiliados a las escuelas de los enemigos de Allan Kardec, nos complacimos en arrancar una hoja a su corona; pero felizmente la razón, lumbrera del entendimiento, se hizo paso y hubimos de reconocer la injusticia de nuestra conducta al atacar, siguiendo una fatal corriente nacida entre los espiritistas, al venerable maestro, siquiera porque expuso teorías y vertió ciencia en mayor cantidad de la que podía digerir sus contemporáneos.
Satisfecha esta deuda, que hace tiempo comenzamos ya a pagar, pues que desde hace algunos años todos nuestros escritos espiritistas se han inspirado en la enseñanza de fundador del Espiritismo moderno, entremos en materia, sin temor de ser tan mal juzgados desde luego como aquel lo fue, esperando y confiando en que también se nos hará justicia, aun por los mismos espiriteros a quienes vamos a poner en evidencia, intentando corregirlos, no por virtud de una autoridad de que carecemos, sino por la fuerza del convencimiento llevado al ánimo de nuestros hermanos, que deseamos ver convertidos en espiritistas, a fin de destruir nuestro aforismo: “El mayor enemigo del Espiritismo está en los espiritistas”.
Muchas veces brotaron de nuestros labios estas palabras, pero la pluma no se había atrevido a consignarlas, porque no podía hacerlo sin poner de manifiesto las razones que las fundaban.
En el periodo de lucha que atraviesa el Espiritismo, hemos tenido muchísimas ocasiones de pelear en su defensa midiendo nuestras débiles fuerzas con las de hombres eminentes y avezados polemistas; siempre saló triunfante la bandera espiritista, que para todo argumento contrario tiene razones incontrovertibles, para todo ataque, defensa sobrada, sólo nos hemos visto obligados a enmudecer alguna vez cuando después de exponer las bases racionales de la doctrina, después de sancionarla con el hecho o fenómeno y después de manifestar sus resultados en la vida práctica, nos han señalado con el dedo a uno que se llamaba espiritista, diciéndonos: “¿Esos son los frutos de vuestro Espiritismo?” pues si por los frutos se conoce el árbol, juzgado está el que tales los produce”. Y en verdad que para este argumento no teníamos réplica, no cabía defensa contra ese inesperado ataque.
¿Qué decir, qué contestar a esa especie de razonamiento viviente, encargado de destruir todo el edificio de la doctrina espiritista? Nada más que lamentar profundamente en el silencio el único punto vulnerable y repetir a cada paso: “Cierto es que el gran enemigo del Espiritismo está en los espiritistas”. Si éstos se reconocen, como ha dicho Allan Kardec (El Evangelio según el Espiritismo, cap. XX) por los principios de verdadera caridad que profesen y practiquen, por el número de afligidos que consuelen, por su amor hacia el prójimo, por su abnegación, por su desinterés personal; si se reconocen, en fin, por el triunfo de sus principios, no son espiritistas, aunque de tales blasonen, quienes no ajustan su conducta a las enseñanzas de los espíritus, que constituyen aquellos principios. No, no son espiritistas; pero ya que algún nombre hay que darles, les llamaremos espiriteros, o sea, hermanos que se han estacionado guardando el nombre, conservando en cierto modo la forma, pero habiéndose olvidado por completo de todo cuanto representa la esencia del Espiritismo, que es ante todo y sobre todo regla universal de vida.
“El Espiritismo bien comprendido, dice Allan Kardec hablando de los buenos espíritas (Evangelio cap. XVII), pero sobre todo bien sentido, conduce forzosamente a los resultados expresados que caracterizan al verdadero espiritista, como al verdadero cristiano, siendo los dos una misma cosa. El Espiritismo no viene a crear ninguna moral nueva, facilita a los hombres la inteligencia y la práctica de la de Cristo, dando una fe sólida o ilustrada a los que dudan o vacilan”.
Pero muchos de los que creen en las manifestaciones no comprenden ni sus consecuencias, ni su objeto moral, o si las comprenden no las aplican a sí mismos…
Esto depende de que la parte de algún modo material de la ciencia sólo requiere vista para observar, mientras que la parte esencial requiere cierto grado de sensibilidad que se puede llamar madurez del sentido moral, madurez independiente de la edad y del grado de instrucción, porque es inherente al desarrollo, en sentido especial, del espíritu encarnado. En los unos, los lazos de la materia son aún muy tenaces para permitir al espíritu desprenderse de las cosas de la tierra; la niebla que les rodea les quita la vista del infinito; por esto no dejan fácilmente, ni sus gustos ni sus costumbres, ni comprenden nada mejor que lo que ellos poseen. La creencia en los Espíritus es para ellos un simple hecho, que modifica muy poco o nada sus tendencias instintivas, en una palabra, sólo ven un rayo de luz, insuficiente para conducirles y darles una aspiración poderosa y capaz de vencer sus inclinaciones. Se fina en los fenómenos más que en la moral, que les parece banal y monótona, piden sin cesar a los Espíritus que les inicien en nuevos misterios, sin preguntar si se han hecho dignos de entrar en los secretos del Creador. Estos son los espiritistas imperfectos (los que nosotros llamamos espiriteros), de los cuales algunos se quedan en el camino o se alejan de sus hermanos en creencia, porque retroceden ante la obligación de reformarse, o se reservan sus simpatías para los que participan de sus debilidades o de sus prevenciones. Sin embargo, la aceptación del principio de la doctrina es el primer paso que les hará el segundo más fácil en otra existencia.
El que puede con razón calificarse de verdadero y sincero espiritista está en un grado superior de adelantamiento moral (por eso decimos nosotros que sólo llega al Espiritismo quien lo merece); el espíritu que domina más completamente la materia le da una percepción más clara del porvenir; los principios de la doctrina hacen vibrar en él las fibras que permanecen mudas en los primeros, en una palabra, tiene el corazón enternecido, su fe es también a toda prueba. El primero es como el músico que se conmueve por ciertos acordes, mientras el otro sólo comprende los sonidos. Se reconoce al verdadero espiritista por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones, mientras el uno se complace en su horizonte limitado, el otro, que comprende alguna cosa mejor, se esfuerza en ir más allá y lo consigue siempre, cuando para ello tiene una firme voluntad.
He aquí perfectamente descritos por Allan Kardec el espiritero y el espiritista, siquiera a los primeros no les definiese con el nombre que nosotros hemos aceptado. Y es ocasión de advertir lo que nos ha hecho notar el largo y el profundo estudio de las obras del gran recopilador: que no hay asunto alguno, no hay cuestión, no hay punto de vista en el Espiritismo, que deje de haberlo tratado con su incomparable sentido práctico y clarísima inteligencia, aquel cuyas huellas nos hemos propuesto seguir, siquiera desde luego alcancemos el mismo martirio moral del que supo adelantarse a su siglo, conquistando uno de los primeros lugares al agradecimiento eterno de la humanidad, por cuya regeneración tanto hizo el gran apóstol del Espiritismo.
¡Que él nos ilumine en nuestra misión, pequeña, pequeñísima por la personalidad que se la ha impuesto; pero grande, muy grande, por la fe y la esperanza que la sostiene y sobre todo por la grandeza de la causa a que aquella se consagra!¡Que él nos ilumine, repetimos, para realizar el propósito de estos artículos, cuyo objeto es hacer ver que al Espiritismo debe juzgársele por los espiritistas, no por los espiriteros!
El Vizconde de Torres-Solanot.
Revista de Estudios Psicológicos
(Julio de 1891)