Con estas palabras "Mi reino no es de este mundo "se refiere claramente Jesús a la vida futura. Todas sus máximas se relacionan con este gran principio. En efecto, a no ser por la vida venidera, la mayoría de sus preceptos de moral no tendrían ninguna razón de existir. De ahí que quienes no creen en la vida futura, pensando que solo habrá el de la existencia presente, no comprenden dichos preceptos o los juzgan pueriles.
Los judíos tenían ideas muy imprecisas acerca de la vida futura. Creían en los ángeles, como seres privilegiados de la creación, pero ignoraban que los hombres pudiesen algún día convertirse en ángeles y compartir la felicidad de estos. Los judíos creían que si acataban las leyes de Dios, eran recompensados con bienes aquí en la Tierra, alcanzando la supremacía de su nación y las victorias que sobre sus enemigos. En cambio, las calamidades que sufrían y sus derrotas constituían para ellos el castigo de su desobediencia. Estaba claro que la manera de impresionar a un pueblo de pastores, con poca cultura, era con las cosas de este mundo.
Más tarde llego Jesús para revelar a los judíos que existe otro mundo en el que la justicia de Dios sigue su curso. Este es el mundo que él nos promete si seguimos sus enseñanzas. Es nuestra recompensa, allí reside toda su gloria y a él retornaremos al dejar la Tierra.
Jesús, adecuó sus enseñanzas al estado en el que se encontraban los hombres de su época. Si no lo hubiese hecho así, les habría deslumbrado sin iluminarlos, no habrían comprendido su mensaje. Se limitó a plantear la vida futura, en cierto modo, como una ley natural a la que nadie puede sustraerse. Por eso los cristianos creemos en la vida venidera, no obstante para un gran número de personas se trata tan solo de una creencia incompleta, falsa en muchos puntos, les crea dudas, incluso incertidumbre.
El espiritismo ha venido a completar la enseñanza de Cristo cuando los hombres hubieran madurado para comprender la verdad. Con la doctrina espirita la vida futura no es ya un simple artículo de fe, una mera hipótesis, sino una realidad material que los hechos demuestran. Solo aquel que tiene en cuenta el porvenir de la vida venidera, no concede al presente sino una importancia secundaria y se consuela con facilidad de sus fracasos pensando en el destino que le aguarda. Dios no condena de modo alguno los goces terrenales, sino el abuso de ellos en perjuicio de las cosas del alma.
El que se identifica con la vida futura, es semejante a un hombre rico que pierde una suma pequeña sin inmutarse, en cambio quien concentra sus pensamientos en la vida terrestre, es como un hombre pobre que pierde cuanto posee y se desespera.
Como nos dice “El Evangelio según el Espiritismo”: “reina fui entre los hombres, reina creía entrar en el reino de los cielos ¡cuánta desilusión! qué humillación cuando, en vez de ser recibida allí como soberana, he visto por encima de mí a hombres que yo creía insignificantes y despreciaba por no ser de sangre azul entonces comprendí la vacuidad de los hombres y grandezas que con tanta avidez se buscan en la Tierra”.
Para prepararse un sitio en el reino de los cielos hace falta abnegación, humildad y caridad en toda su práctica, así como benevolencia para con todos. No se os pregunta lo que habéis sido, qué rango ocupabais, sino el bien que habéis obrado y las lágrimas que enjuagasteis. Jesús ya lo dijo “mi reino no es de esta Tierra, porque hay que sufrir para llegar al cielo y los senderos más penosos de la vida son los que hasta él os conducen. Buscad, pues, el camino a través de las zarzas y los espinos y no entre las flores”.
Los hombres solo se preocupan de los bienes terrenales como si se pudiesen conservar siempre y descuidan los morales. Cuando el hombre vea que el presente repercute con el porvenir por la fuerza de sus actos y sobre todo cuando comprenda la reacción del porvenir sobre el presente, cuando, en una palabra, vea el pasado, el presente y el porvenir encadenados, entonces cambiará radicalmente sus ideas.
Si estuviese demostrado que no existe una vida futura, la vida presente no tendría otro objeto que la conservación de un cuerpo que mañana o dentro de una hora, podría dejar de existir, en cuyo caso todo acabaría para siempre. Por firme que sea la creencia en la inmortalidad, el hombre solo suele ocuparse de su alma desde el punto de vista místico, la vida venidera con muy escasa claridad definida solo le impresiona vagamente, no pasa de ser un objeto que se pierde en el horizonte y no un medio.
Los galos, los druidas, decían: “El alma vuelve a animar a otros cuerpos, en diversos mundos. La muerte no es más que el centro de una larga vida, ¡qué felices son los pueblos que no conocen el temor supremo a la muerte!, de ahí nace su heroísmo en las sangrientas batallas y su desprecio a la muerte”.
La conmemoración de los difuntos el uno de noviembre, es de origen galo, ellos celebraban la fiesta de los espíritus, pero no en los cementerios, (los galos no atribuían honores a los cadáveres). Su certeza en la vida futura era tan grande que se prestaban dinero reembolsable en otros mundos. También confiaban mensajes a los moribundos para sus amigos y familiares difuntos.
Todas las religiones procuran confortar a los hombres en relación con la esfinge de la muerte, la doctrina espirita no solamente consuela, también ilumina el entendimiento de quienes indagan y lloran por la gran separación y la inmortalidad, la continuidad de la evolución del ser en globos diferentes a la Tierra, también confirma que el amor infinito de Dios abraza a todas las criaturas.
Como se nos dice en el libro “Justicia Divina”, los seres humanos son aprendices en la escuela de la evolución, dentro del uniforme de la carne, que deben dar cumplimiento a determinadas obligaciones: en los compromisos del ámbito familiar, en las responsabilidades de la vida pública, en el campo de los negocios materiales, en la lucha por el propio sustento…
Cuando desees saber quién eres, ten en cuenta en qué piensas al estar a solas, analiza tus actos, piensa a qué dedicas tus horas libres. Cada conciencia es hija de sus propias obras, cada conquista representa el sacrificio de cada uno, Dios no concede prerrogativas ni excepciones, la gloria tiene precio, es la ley del mérito a la que ninguno puede eludir.
Cuando pasamos de la teoría al hecho observado y positivo, impone la necesidad de trabajar lo máximo que se puede durante la vida presente, que es de corta duración, en provecho de la fututa, que es indefinida. La duda respecto a la vida venidera conduce naturalmente a sacrificarlo todo a los goces del presente y de aquí la excesiva importancia que se le da a los bienes materiales que tanto incitan a la codicia, a la envidia y los celos, del que tiene poco contra el que tiene mucho, al deseo de adquirir lo que tiene su vecino a cualquier precio no hay más que un paso, y aquí se originan los odios, las querellas, los procesos, las guerras y todos los males engendrados por el egoísmo.
En la duda acerca del porvenir, el hombre abrumado en esta vida por el pesar y el infortunio, solo en la muerte ve el término a sus sufrimientos y no esperando nada, encuentra racional abreviarlo por medio del suicidio y sin esperanza en el porvenir, el sufrimiento produce una perturbación en su cerebro, causando muchos desequilibrios. Al no ver nada mas allá de esta vida se centra en gozar a cualquier precio no solo de los bienes materiales, sino también de los honores, a elevarse por encima de los otros, a eclipsar a sus vecinos y la importancia que da a los títulos y a las sutilezas de la vanidad.
La certeza de la vida futura y de sus consecuencias cambia totalmente el orden de las ideas y hace ver las cosas bajo otro aspecto. Es como cuando se rasga el velo y nos deja ver un horizonte inmenso y espléndido. Ante lo infinito y grandioso de la vida de ultratumba, desaparece la terrestre, como el grano de arena ante le montaña, todo se vuelve pequeño mezquino y hasta uno mismo se sorprende de la importancia atribuida a cosas tan efímeras y pueriles. La calma, la tranquilidad ante los acontecimientos de la vida es una dicha en comparación con las angustias, con los tormentos que nos damos, con los quebraderos de cabeza que nos buscamos para hacernos superiores a otros.
Cuando descubrimos que hay una vida venidera, se cierra la puerta de la desesperación, aleja numerosos procesos de locura y borra forzosamente la idea del suicidio. La dicha esta en relación al progreso moral realizado, del bien hecho en la Tierra y que la suma del sufrimiento está en razón de la de los vicios y malas acciones. A los que estamos convencidos de esta verdad nos infunde una tendencia natural a hacer el bien y a huir del mal, quien siembra lo mejor obtiene lo mejor, quien aprende puede enseñar, quien ayuda sin reclamar recompensa, recoge el apoyo espontáneo.
En el pasado, a las aspiraciones de los hombres les bastaba, bajo el dominio de la fe ciega, la creencia abstracta de la vida futura. Se dejaban llevar. Hoy en día bajo el reinado del libre pensamiento, el hombre quiere conducirse por sí mismo, ver por sus propios ojos y sobre todo comprender las vagas nociones de la vida venidera que no están a la altura de las nuevas ideas. Con el desarrollo de las ideas todo debe progresar alrededor del hombre, porque todo se relaciona y es solidario en la naturaleza; ciencias, creencias, cultos, legislación, medios de acción. La vida futura se nos presenta bajo el aspecto de algo positivo, también hasta cierto punto, capaz de soportar el examen que satisfaga a la razón y que nada deje en tinieblas. Se le ha dado al hombre nuevos medios de investigación para que penetre en el misterio y le haga comprender la vida futura en su realidad, en su positivismo, en sus relaciones íntimas con lo corporal y así se disipa la duda y la incertidumbre. El hombre no se ocupará de la nueva vida hasta que vea en ella una idea clara y bien definida, una situación lógica que responda a todas sus aspiraciones, que resuelva todas las dificultades del presente, en la que no encuentre nada que no pueda ser admitido por la razón, lo que nosotros llamamos Fe razonada.
Al cabo de innumerables existencias, hoy aprendemos que la vida se extiende triunfal en los dominios universales, que la materia asume distintos estados de fluidez y condensación, que los mundos se multiplican hasta el infinito en el cosmos, que cada espíritu se encuentra en un determinado momento evolutivo y que en consecuencia, el cielo es esencialmente un estado del alma que varía con la visión interior de cada uno. La ley establece que tanto las pruebas como las penas se reduzcan o incluso se extingan, siempre que el aprendiz del progreso, es decir el deudor de la justicia, se consagre a las tareas del bien para aceptar espontáneamente el favor de prestar servicio y el privilegio de trabajar.
Allan Kardec nos dice que meditemos sobre estos puntos: “Pensando en la brevedad de la vida corporal, en comparación de la espiritual, que es infinita, hay que considerar la corta duración de los males terrestres, para aquel que hace lo que debe para no merecer otro castigo después de esta existencia . Si me siento afligido por la pérdida de personas que me fueron queridas, he de felicitarme de que hayan salido antes que yo de su destierro y antes que yo gocen de la felicidad de la vida espiritual, exenta de las amarguras de la vida terrestre, y me he de consolar de su partida pensando que no hay entre ellos y yo más que una separación momentánea y que más frecuente y fácilmente podrán hallarse ahora cerca de mí”.
Vive de tal modo que aquellos que conviven contigo puedan, más tarde, recordar tu nombre como quien bendice la presencia de un manantial o agradece el paso de la luz. No pierdas la divina oportunidad de propagar la alegría. La vida del mañana sabemos que es, vida de paz, vida de amor, de inalterable felicidad, vida que para gozar de ella, basta únicamente cumplir la ley de Dios. En la vida eterna y en el progreso indefinido del espíritu, los plazos son muy largos, los siglos son menos que segundos en el reloj de la eternidad.
Que Dios nos bendiga a todos.
Lorenzo.
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