La Ley de Conservación, impresa en el interior de todas las criaturas, genera en el hombre, encarnado en este mundo de expiación y pruebas, experiencias que asentarán en nuestra psique los instintos de supervivencia y conservación necesarios para la proliferación de la especie y del individuo.
Un espíritu encarnado en otro mundo que no fuera de expiración y pruebas, seguirá teniendo en su interior el conjunto de leyes universales que escuchará de forma intuitiva, pero evidentemente no tendrá porqué tener los mismos instintos que los que se desarrollan en el planeta Tierra.
La Tierra, al ser un mundo de expiación y pruebas, normalmente no deberá ser el primer mundo al que venga un espíritu recién creado, puesto que no tendría nada que expiar. Debe de haber mundos de acuerdo a las características de cada nivel evolutivo dentro de la infinidad de mundos existentes. De aquí se sigue que si bien los instintos no son implícitos en el hombre en el inicio, sólo las leyes universales lo son, pero al estar encarnado en un mundo en particular, los adquiere como habitante de él, conectándose al inconsciente colectivo generado de la especie al entrar en sintonía con él.
A diferencia del resto de las criaturas, en el hombre, la inteligencia le da el potencial de superar los instintos. Mal utilizada, junto a un libre albedrío mal dirigido, los instintos pueden tomar una dimensión completamente desvirtuada, alejada del santo propósito de su creación, dando origen a las pasiones. Las Leyes de Conservación y Sociedad, siendo perfectas, infieren en el espíritu de la criatura el ansia por vivir, por relacionarse y crecer, apareciendo los instintos conforme el ser humano crece en experiencias. Estos instintos, son efecto de múltiples causas, de las cuales, la principal y perfecta es la Ley de Conservación. El resto de las causas son el resultado de las experiencias y elecciones de los individuos, que muy frecuentemente son erróneas durante un periodo importante de su evolución, manteniéndolos ese tiempo bastante próximos a la animalidad debido a sus desvíos.
En El Génesis de Allan Kardec, capítulo 3º, número 11, podemos leer: "El instinto es la fuerza oculta que induce a los seres orgánicos a actos espontáneos e involuntarios con miras a su conservación."
La inteligencia y la conciencia desplaza al instinto, y siendo estas más próximas a la naturaleza de Dios, lógico es pensar el camino evolutivo nos acerque mas a la perfección de la divinidad, con una inteligencia y conciencia plenas y perfectas, que a la animalidad con sus instintos.
El espíritu desde el inicio, adquiriendo conocimientos y experiencias, no siempre tiene la suficiente capacidad de discernimiento para rechazar lo negativo, optando con dichos errores por un camino que abre las puertas al dolor y al miedo. El miedo aparece como sentimiento y conduce irremediablemente a nuevas equivocaciones que generarán más dolor y sufrimiento. Sin Fe adquirida, el espíritu con sentimientos de miedo y desesperación consigue temporalmente aplacarlos mediante el supuesto bálsamo del orgullo y del egoísmo, al traerle falsas seguridades y expectativas.
El egoísmo aparentemente le da la seguridad material que garantiza su supervivencia, acumulando posesiones que le esclavizarán. El orgullo le da una falsa seguridad mental al sentirse diferente, incluso en cierto modo superior frente al resto, acallando temporalmente el miedo implantado en su corazón.
El orgullo directamente es un sentimiento que nos separa de lo divino, de la unidad con Dios.
El espíritu absorbido por el temor se centra tanto en el orgullo y el egoísmo como única vía para aplacar su miedo, que termina creando un estado de conciencia inferior, llamado personalidad o ego, identificándose completamente con ella. El espíritu amortigua sus potencialidades al caer en las vibraciones de miedo, cegándose con el orgullo y el egoísmo, acumulando energías densas entorno a su conciencia, ahora llamada conciencia egóica, o ego.
Las capacidades espirituales propias del espíritu se amortiguan en su nueva visión de sí mismo, bloqueándolas y renunciando a ellas por su propio desconocimiento y bajo tenor vibratorio. El orgullo y el egoísmo anula toda intuición espiritual y el espíritu queda encerrado en sus propias "redes mentales", las cuales sólo tienen contacto con un mundo densificado, manteniendo un estado de conciencia inferior completamente apegado a lo puramente material.
Este ser orgulloso desvirtúa la intuición de la Ley de Conservación desarrollando el instinto de supervivencia egoísta, la Ley de Reproducción en la pasión de búsqueda de placer, la Ley de Sociedad en instinto de dominación del fuerte sobre el débil y la Ley de Progreso en la pasión materialista de acumular sin saciedad.
En las Obras Póstumas de Allan Kardec podemos leer: "Dios creó al hombre sencillo e ignorante y él se ha hecho egoísta y orgulloso exagerando el instinto que Dios le ha dado para su propia conservación."
Y en El Génesis, capítulo III, número 10: "Si se estudian todas las pasiones e incluso los vicios, se ve que muchos tienen su origen en el instinto de conservación".
Filtrando la realidad con un nuevo prisma mental, el individuo se esclaviza a sí mismo entrando en una espiral donde cada acción refuerza el patrón mental erróneo y amplificando los temores que lo originaron.
Aparece la mente subconsciente como el contenedor de todos los nuevos contenidos que el espíritu va incorporando a su psicología. La mente subconsciente, gracias a sus mecanismos de aprendizaje, posee una cierta capacidad lógica para establecer patrones y hábitos que escapan al consciente. Utilizando una lógica básica, materialmente intachable, puede justificar lo que espiritualmente sólo serían simplemente sofismas. Acumular riquezas y proteger bien de los demás nuestras posesiones, es materialmente acertado para garantizar la supervivencia, pero espiritualmente no lo es.
Sólo cuando tenemos una moral y unos conocimientos espirituales firmes y un autoconocimiento elevado conseguimos poner límites a nuestras reacciones automatizadas, poniendo freno a nuestras pasiones y vicios, depurando nuestro espíritu de contenidos extraños incompatibles con las Leyes Universales, alcanzando, consecuentemente, niveles de conciencia más elevados, como consecuencia de la liberación del espíritu.
Pero nuestro espíritu y periespíritu no se depuran con tanta facilidad como con la que caemos. La acción y el pensamiento son fundamentales en todo proceso de modificación de uno mismo.
Un pensamiento erróneo dio origen a una acción, la cual generó una experiencia "inmediata" que reforzó el error asimilado por la mente subconsciente, que al repetirse frecuentemente genera un hábito, un vicio o una pasión. Hacemos incapié en la palabra inmediata, para diferenciar de la experiencia "causal" que tendrá como consecuencia a la acción realizada. Toda acción tiene una consecuencia causal según la Ley de Causa y Efecto. La experiencia inmediata corresponde a la experiencia efímera resultado del objeto de la acción buscado, mientras que la experiencia causal nos marcará nuevas pruebas y expiaciones, posiblemente en futuras reencarnaciones dolorosas.
El subconsciente desde ese momento tiene una pauta aprendida que intentará repetir en cada situación semejante o cuando surja la posibilidad, generando en ocasiones incluso la necesidad de su repetición periódica. Para romper este vicio tan fuertemente arraigado no será suficiente con el propósito mental nuevo, un reaprendizaje depurativo será necesario pasando obligatóriamente por el campo de la acción y de la voluntad. La práctica de la Caridad, en el marco de la Ley de Sociedad, es el santo recurso que tenemos para purificar nuestro ego y arraigar tendencias morales y de servicio en nuestro interior convirtiéndonos realmente en seres útiles para la evolución anímica de la humanidad.
Podemos leer en El Evangelio según el Espiritismo, en el Capítulo XVII, apartado 2º, "...En efecto, si se observan los resultados de todos los vicios y aún de los simples defectos, se reconocerá que no hay ninguno que no altere, más o menos, el sentimiento de la caridad, porque todos tienen su principio en el egoísmo y en el orgullo, que son su negación;..."
Mientras nos veamos dominados por nuestra mente egóica, gobernada por el orgullo y el egoísmo, la identificación que ejerce sobre el espíritu hace que se aplique sobre sí misma el propio instinto de supervivencia. Proclamándose la liberadora y regente del espíritu, su supervivencia será vital para la consecución de tan altos objetivos prometidos. Un instante sin pensamientos, sin actividad mental significaría la muerte momentánea de la mente, un instante de peligro que pondría en jaque todo el sistema mental tan complejamente sustentado. Por esta razón nos es tan difícil parar la mente, dejar los pensamientos en blanco y liberar por un instante el espíritu para que pueda abrirse a realidades espirituales con su intuición.
Una buena técnica para detener la mente es centrarnos en el presente. La mente egóica rehuye el presente. En el pasado es donde consigue las identificaciones que refuerzan el orgullo y justifican los planes egoístas para el futuro. En el futuro prepara la ilusión que nos saque del presente y nos sugestione para reforzar los nuevos hábitos desviados. Sólo en el presente y con la comprensión de que disponemos de todo lo que realmente necesitamos podremos minar el miedo, generador del orgullo y egoísmo, desintegrando nuestras identificaciones pasadas que nos separaban de la creación y lo divino, instaurando el amor como principio fundamental que regirá nuestras vidas y nuestras decisiones, considerando el futuro como el instante siguiente a todos los presentes vividos activamente llenos de conciencia espiritual centrados en el servicio, la entrega y en la práctica de la caridad, como único medio para progresar moralmente.
Antiguas religiones ya nos daban importantes consejos espirituales. El Bhagavat Gita, desde hace mas de 5000 años, nos habla de la eliminación del deseo. Sin deseo no proyectamos nuestra mente sobre la idea de poseer en el futuro aquello deseado. Pero eliminar el deseo, aunque ayude, no es una respuesta completa por sí misma. Podríamos mencionar las palabras de Jesús que nos instaban a tener Fe, como el mejor remedio para nuestros males. Vivir el presente con Fe es una forma de parar los mecanismos ilusorios de nuestra mente y empezar a activar la consciencia de nuestro espíritu. La Fe es el don bendito que nos libera de las preocupaciones e inseguridades, al ponernos en las manos del Creador con su Justicia y Bondad infinitas. Trabajando constantemente el bien, en el presente, nos liberamos de proyectar nuestro pensamiento al futuro y purificamos nuestra mente iluminando el despertar a una vida más espiritual.
Si todavía no se comprende la implicación directa que hay entre el orgullo y el temor podemos hacer el siguiente razonamiento que aporte una pequeña luz a nuestra conciencia: El orgullo es separación. No existe el orgullo entre iguales. Donde hay unión no hay orgullo. El orgullo nace con la identificación. Identificación genera una identidad, el ego, la personalidad, pero pone límites a nuestra individualidad.
Continuando el mismo párrafo de El Evangelio según el Espiritismo leemos: "...porque todo aquello que sobreexcita el sentimiento de la personalidad, destruye, o al menos debilita, los elementos de la verdadera caridad, que son: la benevolencia, la indulgencia, la abnegación y la devoción". La identidad pertenece a lo inferior, la individualidad puede ser sublime. y trascender. Identificarnos con algo nos separa del resto del universo no-identificado, el cual incluye lo divino, desconectándonos de la divinidad y del mundo espiritual. Por tanto el orgullo supone una separación de Dios y la sensación de desamparo espiritual, con la correspondiente agonía de nuestro espíritu. Esta agonía y la sensación de desamparo alimentarán el temor que fundamenta el orgullo y el egoísmo en una espiral que nos puede llevar a las peores miserias humanas, tal como ha demostrado la historia de este planeta.
J. I. Modamio
Centro Espírita “Entre el Cielo y la Tierra”
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