Muchos pensarán que hace muchos años de esta publicación, pero diremos que es un problema que hoy en día está en pie y esperamos que estas palabras nos ayuden a reflexionar.
La redacción.
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Esto dice el adagio y esto es precioso repetir al contemplar la conducta de ciertos mal llamados espiritistas, que no se han saturado de nuestra magnífica doctrina, porque sin duda conservan las reminiscencias de las religiones positivas con la costumbre de predicar una cosa y practicar otra, esto es, que no procuran conformar los actos con las enseñanzas eminentemente morales de la doctrina.
Lamentando ese mal se expresa así un querido colega:
Triste es confesarlo, entre los espiritistas hay quienes no se han penetrado de la misión que aceptaron al entrar en nuestras filas y no se dan cuenta de que no basta creer en los espíritus para cumplir con sus deberes de adeptos. Cruel será para ellos su despertar en el espacio.
Terrible será sin duda, el despertar de aquellos que habiendo conocido la verdad no practicaron sus enseñanzas; de aquellos que saben que a mayor grado de desarrollo, corresponde más responsabilidad y que el espíritu ha de dar cuenta no sólo del mal que hizo, sino del bien que dejó de hacer.
Quien no tiene esto siempre presente, quien no procura ser hoy mejor que ayer y mañana mejor que hoy, no tiene derecho a ostentar el título de espiritista, sólo se podrá llamar espiritero.
Ya dijo Allan Kardec: “Se reconoce al verdadero espiritista por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones” lo confirmó el congreso de Barcelona (1888) aconsejando “la constante realización de la doctrina por la práctica de las más severas virtudes públicas y privadas” y lo ha ratificado el congreso de París (1889) al formular la siguiente conclusión: “Es preciso que todo espiritista muestre por la práctica de las virtudes públicas y privadas, la virtualidad y la trascendencia de la doctrina”.
Y como si esto no fuese bastante, todas, absolutamente todas las comunicaciones de los buenos espíritus, nuestros protectores, encarecen en primer término el amor y la práctica del bien.
Aceptar, pues, con sinceridad el Espiritismo equivale a obligarse al propio mejoramiento moral y a procurar el bien de los demás.
De nada sirve la predicación, sin la obra viva.
Ponderar una doctrina, recomendarla y no practicarla es de efecto contraproducente.
Valiera más que abandonaran el nombre de espiritistas y se retirasen del apostolado quienes no prediquen ante todo y sobre todo con el ejemplo, con la práctica doctrinaria.
Porque lejos de favorecerla, perjudícanla grandemente.
¿Cómo hemos de probar que el Espiritismo es la regeneración, si no comenzamos por regenerarnos al calor y con la práctica de sus sublimes enseñanzas?
Por eso decimos, parodiando el adagio que sirve de epígrafe a estas líneas:
“Obras, buenas obras, son Espiritismo”.
Extraido de la “Revista de Estudios
Psicológicos” de D. José Mª Fernández Colávida
Enero de 1890.
Lamentando ese mal se expresa así un querido colega:
Triste es confesarlo, entre los espiritistas hay quienes no se han penetrado de la misión que aceptaron al entrar en nuestras filas y no se dan cuenta de que no basta creer en los espíritus para cumplir con sus deberes de adeptos. Cruel será para ellos su despertar en el espacio.
Terrible será sin duda, el despertar de aquellos que habiendo conocido la verdad no practicaron sus enseñanzas; de aquellos que saben que a mayor grado de desarrollo, corresponde más responsabilidad y que el espíritu ha de dar cuenta no sólo del mal que hizo, sino del bien que dejó de hacer.
Quien no tiene esto siempre presente, quien no procura ser hoy mejor que ayer y mañana mejor que hoy, no tiene derecho a ostentar el título de espiritista, sólo se podrá llamar espiritero.
Ya dijo Allan Kardec: “Se reconoce al verdadero espiritista por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones” lo confirmó el congreso de Barcelona (1888) aconsejando “la constante realización de la doctrina por la práctica de las más severas virtudes públicas y privadas” y lo ha ratificado el congreso de París (1889) al formular la siguiente conclusión: “Es preciso que todo espiritista muestre por la práctica de las virtudes públicas y privadas, la virtualidad y la trascendencia de la doctrina”.
Y como si esto no fuese bastante, todas, absolutamente todas las comunicaciones de los buenos espíritus, nuestros protectores, encarecen en primer término el amor y la práctica del bien.
Aceptar, pues, con sinceridad el Espiritismo equivale a obligarse al propio mejoramiento moral y a procurar el bien de los demás.
De nada sirve la predicación, sin la obra viva.
Ponderar una doctrina, recomendarla y no practicarla es de efecto contraproducente.
Valiera más que abandonaran el nombre de espiritistas y se retirasen del apostolado quienes no prediquen ante todo y sobre todo con el ejemplo, con la práctica doctrinaria.
Porque lejos de favorecerla, perjudícanla grandemente.
¿Cómo hemos de probar que el Espiritismo es la regeneración, si no comenzamos por regenerarnos al calor y con la práctica de sus sublimes enseñanzas?
Por eso decimos, parodiando el adagio que sirve de epígrafe a estas líneas:
“Obras, buenas obras, son Espiritismo”.
Extraido de la “Revista de Estudios
Psicológicos” de D. José Mª Fernández Colávida
Enero de 1890.
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